La Fuga del Tuyú
Una recreación basada en los hechos de 1839
La bruma costera del Tuyú no dejaba ver más allá de unos metros. Las gaviotas graznaban sobre las dunas, y en la lejanía, el negro contorno de una corbeta francesa se recortaba contra el horizonte gris del Atlántico Sur.
León Ortiz un militar, escapaban de Dolores, cabalgaba al galope entre los pajonales, con la capa manchada de barro y la mirada fija en el sur. A su lado, iban Manuel Rico y Ambrosio Cramer, dos de los últimos líderes de la rebelión de los Libres del Sur. La batalla de Chascomús había terminado. Perdida. Las tropas de Prudencio Rosas y Nicolás Granada, con sus lanzas, machetes y caballos criollos, habían aplastado la resistencia de los estancieros en apenas horas.
—¡Nos traicionaron, León! —gritó Cramer, ahogado por el viento salado—. ¡Lavalle prometió desembarcar acá, en el Tuyú! ¡Y se fue al norte!
—No fue traición —respondió Leon—. Fue miedo. O estrategia. Lo mismo da. Ya no importa.
Los tres sabían que no tenían más que un día, tal vez dos, antes de que los federales cerraran el cerco. Por la costa, entre cañaverales y esteros, se movían los últimos rezagados de la rebelión: peones armados con sables herrumbrados, muchachos con fusiles viejos y un puñado de mujeres y niños que no quisieron dejar atrás sus casas.
El plan había sido otro. Lavalle debía desembarcar en la costa del Tuyú con tropas unitarias, armar un frente junto a los estancieros y avanzar hacia Buenos Aires. Pero el general, acosado por la presión de Rosas y mal informado sobre el estado del litoral, cambió de rumbo. Navegó hacia Entre Ríos y dejó a los Libres del Sur aislados.
Desde las dunas, León divisó al fin la señal convenida: una linterna agitándose en el mástil de un bergantín francés. El bloqueo anglo-francés, que acosaba a Rosas en el Río de la Plata, se había convertido en una improbable tabla de salvación. Los franceses, deseosos de debilitar al régimen, accedieron a rescatar a los últimos rebeldes en fuga.
El embarque fue rápido y silencioso. Una a una, las lanchas comenzaron a transportar a los sublevados hasta la corbeta. Los niños lloraban, las mujeres rezaban, y los hombres mantenían sus armas en alto, como si aún esperaran una última batalla.
León fue el último en subir. Desde la borda, miró por última vez la costa de la patria. Las playas del Tuyú quedaban atrás, solitarias y desoladas. A lo lejos, en la penumbra, brillaban las antorchas de los federales avanzando como lobos en la noche.
—¿Volveremos? —preguntó Manuel, a su lado.
—Algún día —respondió León —. Cuando Lavalle cumpla su promesa o caiga el tirano.
Pero General Lavalle moriría en Jujuy pocos meses después, y Rosas seguiría gobernando por más de una década. Los Libres del Sur, en cambio, se diseminarían por el exilio, sus estancias confiscadas, sus nombres perseguidos. Solo la bruma del Tuyú recordaría, durante años, aquella fuga desesperada hacia la libertad.
Por Ariel Agustín Quiroz
Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas.
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