Los Fortines
La llanura pampeana cobija sus cicatrices. Bajo el verde ondulado de los campos, junto a algún arroyo o laguna, aún se adivinan los restos de un pasado que se niega a desaparecer: un foso desdibujado, una lomada imperceptible donde alguna vez se alzó un rancho de “chorizo”, pomposamente llamado “comandancia”. En tiempos de Juan Manuel de Rosas, estos enclaves militares no eran sólo puntos de defensa: eran mojones de soberanía nacional y símbolos de una política territorial profundamente arraigada en la lógica del orden federal.
Durante su gobernación, Rosas consolidó un sistema de defensa en la frontera que combinaba estrategias militares con pactos políticos —incluso con caciques amigos— para contener el avance indígena y, al mismo tiempo, preservar la propiedad ganadera criolla de las incursiones. En esta compleja red, los fortines, con sus corralones y su caballada agazapada, eran mucho más que puestos de avanzada: eran parte de un sistema de control territorial, de resistencia criolla y de afirmación del modelo de país que proponía el federalismo rosista.
Los hubo de todas formas y materiales: cuadrados, redondos, de piedra o adobe, de palos a pique. Desde los más importantes, con cientos de efectivos, hasta los olvidados, con apenas cuatro soldados y un oficial. En cada uno se jugaba el destino de la frontera sur.
Rosas y la Frontera
La llamada "Frontera del Sur" fue para Rosas un escenario fundamental. No solo por su importancia geopolítica, sino porque allí se libraba una guerra cotidiana y silenciosa en defensa del modo de vida rural, de los intereses ganaderos y del federalismo. A diferencia de la “Conquista del Desierto” liberal de Roca, en tiempos de Rosas se desarrolló una política más pragmática: defensa, negociación, alianza y guerra según las circunstancias. Rosas conocía la pampa, su clima y sus hombres. Por eso pudo mantener una línea defensiva eficiente con recursos limitados.
Los soldados de los fortines gauchos pobres enrolados por necesida sobrevivían entre privaciones y peligros. Su dieta era escasa pero criolla: carne de vaca, ñandú, vizcacha, mulita, peludo, algún bagre, y para el invierno, ginebra holandesa, cerveza en porrón de barro, y una pava para el mate calentada con bosta y cardo seco, porque no había árboles que den leña en la inmensidad pampeana.
Los milicianos no eran soldados profesionales. Eran peones, hijos del pueblo, a veces llevados por la fuerza, otras tantas por un sentido difuso de deber. La mayoría no conocía otra tierra que esa que defendía del indio o del extranjero, con armas precarias, fusiles rezagados de viejas guerras, sables herrumbrados, facones y boleadoras. La arqueología así lo atestigua: herramientas de tradición aborigen, bolas de piedra, raederas y cerámica rota conforman el testimonio material de una vida de sacrificio.
La vida en los fortines: milicianos y mujeres
Gracias a las excavaciones arqueológicas realizadas desde fines del siglo XX, hoy sabemos más sobre estos hombres y mujeres. Porque sí, también hubo mujeres en los fortines, malviviendo en condiciones extremas, muchas veces invisibilizadas por la historiografía liberal. Eran cocineras, lavanderas, madres y compañeras, que compartieron el frío, la sed y el abandono con sus hombres. El Martín Fierro, más allá de la poesía, retrata esa realidad: “No hay plaga como un fortín, pa que el hombre padezca”.
El gaucho-soldado rosista no fue un conquistador liberal. Fue más bien un defensor del territorio criollo y de un orden rural que pretendía resistir el avance del centralismo porteño y de los intereses británicos. Por eso, muchos fortines llevan nombres que aún hoy resuenan en la memoria del campo argentino: no como símbolo de conquista, sino de resistencia.
Un legado a rescatar
La inmensa mayoría de estos sitios permanece sin investigar, olvidados por políticas oficiales que aún cargan con la visión unilateral de la historia escrita por los vencedores. Pero hay un legado que no puede ser ignorado. En esas trincheras de adobe se jugó una parte esencial del destino de la Argentina. No puede comprenderse la historia de Rosas ni la del federalismo sin volver la mirada hacia los fortines, donde se forjaba, día a día, la soberanía nacional.
Cuidar esos restos, estudiarlos científicamente y preservarlos de la destrucción es una tarea de justicia histórica. Porque allí vivieron, lucharon y murieron los hombres y mujeres de la frontera, forjadores invisibles de nuestra identidad nacional.
Revisionista Rosita de la Historia Argentina
No hay comentarios:
Publicar un comentario