La Saga de Rosas
Título: "Los Ojos del Engendrador"
(Parte III de "La Sangre del Sur")
Capítulo I: La Orden de la Santa Confederación
Buenos Aires, año 1833.
Mientras el país arde en guerras civiles, María Encarnación Ezcurra se enfrenta a una amenaza más oscura que los unitarios: un brujo de origen prusiano, Gregor Eisenwald, ha sido traído por el círculo unitarista de Lavalle con la excusa de asesorar en ciencias ocultas y medicina moderna. En realidad, ha abierto un portal en las catacumbas de la antigua aduana para invocar a un demonio engendrador.
El demonio, conocido como “Dominic”, no necesita matar: con solo mirar con sus ojos carmesíes, convierte a hombres en bestias, y a mujeres en madres de seres deformes que maduran en días. El caos es inminente.
María, enterada por espías mestizos del campo, funda la Sociedad Popular Restauradora, oficialmente un grupo parapolicial para aplastar la conspiración unitaria. Pero en secreto, es una orden santa bendecida por la rama Catolica del Vaticano, encargada de cazar y sellar entidades demoníacas traídas por liberales herejes.
Capítulo II: Las Viudas de la Cruz del Sur
La Sociedad está integrada por un grupo especial de mujeres: las Viudas de la Cruz del Sur, criollas entrenadas en rituales de exorcismo y combate cuerpo a cuerpo. Entre ellas:
Dominga Malbrán, hija de esclava, experta en armas rituales con huesos de caudillos muertos.
Luisa Maza, monja excomulgada que reza oraciones en latín criollo que hacen arder a los demonios.
Cayetana Videla, médium de los difuntos de la campaña al desierto, que recibe visiones a través del humo de tabaco.
Estas mujeres operan desde el sótano del restaurador, donde guardan reliquias como uñas de santos degollados, sangre de Rosas en frascos y una cruz hecha con maderas del árbol donde colgaron al Chacho Peñaloza en otra línea temporal.
Capítulo III: El Ojo en la Catedral
Se descubre que el demonio ha dejado un ojo incrustado en la piedra del altar de la Catedral de Buenos Aires. A través de él, observa y convierte lentamente a los sacerdotes en bestias de voz suave y mirada hipnótica. Cada misa es en realidad un rito de posesión.
Los unitarios ya no son humanos del todo.
La única manera de destruir al demonio es decapitarlo con un cuchillo de federal fundido en la Batalla de Chacabuco, luego de un ritual que solo puede hacer Encarnación Ezcurra en estado de trance.
Capítulo IV: El Último Silencio
La ciudad entera está tomada por el miedo. Las campanas de la Catedral ya no suenan: el ojo del demonio, incrustado en su altar, ha convertido a los fieles en súbditos silenciosos del Demonio.
La Sociedad Popular Restauradora, liderada por María Encarnación Ezcurra, organiza un ataque final durante la falsa procesión del 25 de Mayo. La ciudad cree que es un desfile federal, pero es un exorcismo armado. Las Viudas de la Cruz del Sur se infiltran entre la multitud, portando cuchillos consagrados, rosarios de espina de tala, y una cruz hecha con madera.
Cuando suenan los tambores, Ezcurra cae en trance en el antiguo altar de la Recova. Su cuerpo se sacude mientras invoca a las ánimas federales. Desde su garganta, con voz de ultratumba, recita:
“Sangre del sur, sellá el mirar,
que el rojo ojo no pueda engendrar.”
La batalla es brutal. El demonio se manifiesta entre llamas negras, y al abrir sus ojos, los primeros soldados unitarios que lo miran caen de rodillas, deformándose en seres espasmódicos. Solo las mujeres de la Orden pueden resistir.
Finalmente, Dominga Malbrán se lanza sobre el cuerpo del demonio y, con un cuchillo fundido de restos de cañón federal, le corta la cabeza. El aire estalla. Un viento seco recorre la ciudad y se apagan todas las velas de Buenos Aires.
Ezcurra despierta empapada en sudor. El ojo en la Catedral se pudre. Los poseídos quedan ciegos, y los engendros se derriten como barro mojado.
Epílogo: El Retrato Tapado
Años más tarde, en una estancia en San Vicente, un nieto de Rosas descubre un retrato cubierto por una tela roja. Al destaparlo, ve a María Encarnación rodeada de mujeres armadas, todas vestidas de luto.
Detrás del cuadro, hay una inscripción grabada con sangre seca:
“La Santa Confederación no fue solo un orden político. Fue un muro contra el abismo.”
Y al lado, envuelto en tela santa, se encuentra un ojo petrificado que aún parpadea… muy lentamente.
Por Ariel Agustín Quiroz
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