martes, 20 de julio de 2021

Las masas y las lanzas

 


Las masas y las lanzas

Sus recuerdos, memoriales e informes han permitido reconstruir el pasado argentino en detalles sugerentes que muchos hijos del país desdeñaron evocar; pues un pueblo sólo comienza a escribir memorias en su madurez histórica. Un día los hermanos Robertson llegaron a la tierra purpúrea y describieron irónicamente la persona del gran caudillo oriental:
“¿Qué creéis que vi? Pues al Excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo sentado en un cráneo de novillo junto al fogón encendido en el suelo del rancho, comiendo carne de un asador y bebiendo ginebra en guampa… Tenía alrededor de 1500 secuaces andrajosos en su campamento, que actuaban en la doble capacidad de infantes y jinetes”.
Esa visión puramente europea y ahistórica de la originalidad nativa en las horas iniciales de un pueblo ya era inadecuada para los hijos de Albión: cuando todavía vagaban por las islas británicas bárbaros con hacha de piedra, los árabes habían recreado la matemática y la astronomía y los vástagos de la América desconocida concebían religiones solares, acueductos, artesanías, músicas y una literatura legandaria.
Si los ingleses así juzgaban la poderosa figura de Artigas, resulta inaudito que los propios latinoamericanos de la posteridad hayan adoptado los juicios de los mercaderes extranjeros que nos conocieron, y que la historia argentina, frente a sus caudillos populares, viva prisionera de las interesadas mistificaciones ajenas. Pero la noción misma de verdad es un producto variable de la historia en movimiento. Las clases sociales dominantes son las que imponen en cada época su regla de valores. Está muy lejos de nuestro ánimo ejercer el método de señalar los “errores” de apreciación en que incurren los historiadores de ayer y de hoy sobre la historia de los argentinos. Cada juicio transmite diáfanamente los intereses sociales y políticos de quien lo expresa. De ahí la importancia que reviste describir con toda objetividad las opiniones de las diversas escuelas históricas, que son, en último análisis, escuelas de partido.
La época de las masas y las lanzas abraza setenta años de nuestra historia, el ciclo capital de nuestras disensiones civiles. Observemos incidentalmente que nuestras “guerras civiles” lo son hasta cierto límite. La participación en ellas de Buenos Aires, asociada estrechamente a los intereses extranjeros, confiere a estos conflictos un sentido que trasciende los marcos estrictamente internos. Preferiríamos llamar a estas luchas “guerras nacionales”, tanto por sus participantes como por sus fines.
En pocos momentos de la historia universal, que tantos hechos dramáticos ha proporcionado a la literatura, se encontrarán episodios más seductores y criaturas tan poseídas de “epos” novelesco como los que encierra nuestra propia historia. Sólo la paciente mediocridad oficial y sus medallones escolares han podido infundir a los argentinos desde su infancia una indiferencia tan profunda hacia el pasado de su pueblo como el que se advierte con toda evidencia en nuestros días. Esta opacidad requiere una explicación. Yacen razones profundas en ella que surgirán naturalmente de este relato a su debido tiempo. La consideración oficial de la palabra “caudillo” la ha relegado a una sinonimia puramente injuriosa. Los héroes de las masas y las lanzas han sido lapidados por la oligarquía triunfante. Gauchos, caudillos y montoneros fueron degradados a la condición de ladrones de ganado, de meros delincuentes armados, indignos de análisis. Las arengas ecuestres de los próceres adictos bastaron para narrar una historia confusa y heroica, simplificada hasta el hastío con fórmulas en las que todo el mundo ha dejado de creer: barbarie o civilización, mayo y caseros, organización nacional o anarquía, libertad o despotismo.

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