Juan Manuel de Rosas: El romántico federal
En la primera mitad del siglo XIX, cuando Buenos Aires y la Confederación vivían en medio de guerras civiles, pasiones políticas y luchas por el poder, Juan Manuel de Rosas encarnó no solo la figura del caudillo fuerte, sino también la del hombre romántico, atravesado por sentimientos intensos, ceremonias de honor y una sensibilidad marcada por el amor y la lealtad.
Rosas era un hombre que combinaba disciplina con afecto. Dueño de una mirada penetrante, sabía inspirar respeto y, al mismo tiempo, una extraña atracción. En la tradición romántica, se lo recuerda como alguien que valoraba los pequeños gestos: una flor en el ojal, una cinta roja en el pecho, un saludo ceremonioso a las damas. Era severo en la política, pero galante en el trato social.
Su relación con Encarnación Ezcurra es quizás la mejor prueba de ese costado romántico. Juntos formaron una pareja política y sentimental inseparable, donde el amor y la lealtad se confundían con la causa federal. Encarnación lo alentaba, lo sostenía y lo defendía con una pasión que rozaba lo épico, mientras Rosas le correspondía con admiración y ternura, una ternura que pocas veces se mostraba en público, pero que se manifestaba en cartas, recuerdos y confidencias.
El romanticismo de Rosas también se reflejaba en su vínculo con la tierra y las tradiciones. El campo, los caballos, las danzas criollas y la música lo emocionaban profundamente. No era casual que exigiera a su tropa vestir la divisa punzó: el rojo era el color de la pasión, de la sangre y de la vida, un símbolo que él mismo cargaba como si fuera un estandarte de amor a la Patria y de lealtad al federalismo.
Para sus seguidores, Rosas representaba el ideal del caudillo romántico: fuerte en la guerra, sensible en el hogar, fiel a la palabra dada, amante de las tradiciones y de la sencillez criolla. Para sus enemigos, ese mismo romanticismo se teñía de autoritarismo y obsesión. Pero, más allá de los juicios, lo cierto es que Rosas vivió intensamente, con la fuerza pasional de los románticos de su época, donde la política se mezclaba con el honor, el amor y hasta con la tragedia.
Rosas, el romántico federal
En las tertulias porteñas, cuando los músicos rasgueaban una guitarra y la penumbra de los faroles apenas iluminaba los rostros, Juan Manuel de Rosas no pasaba desapercibido. Su figura erguida, su mirada firme y sus maneras corteses lo volvían un personaje magnético. No hablaba demasiado, pero cuando lo hacía, cada palabra parecía cargar con un peso de hierro y, al mismo tiempo, con una ternura inesperada.
Encarnación Ezcurra, su compañera, solía decir que Rosas no era de gestos vanos, sino de silencios profundos. En las cartas que le enviaba cuando estaba en campaña, él no describía batallas ni planes militares, sino recuerdos sencillos: el perfume del jazmín en su quinta de Palermo, la risa de sus hijos, o la forma en que la brisa movía las cintas punzó en el mástil de su casa.
Ese costado íntimo era el que lo hacía un romántico. Porque Rosas no concebía la política sin pasión, ni la vida sin símbolos. La cinta roja en el pecho era más que un signo partidario: era un juramento de amor, tanto a la Patria como a quienes le eran fieles.
Los viajeros europeos que lo conocieron lo describieron como un hombre de modales elegantes, dueño de una cortesía casi aristocrática. Sin embargo, detrás de esa severidad se escondía un espíritu sensible. Cuando recorría los campos de San Martín o Los Cerrillos, solía detenerse a contemplar el amanecer. Para él, la pampa abierta no era solo territorio de guerra: era escenario de poesía.
Y en medio de sus responsabilidades, encontraba siempre un espacio para el gesto galante. Se cuenta que, en una ocasión, en una fiesta de campaña, tomó una ramita de ceibo en flor y se la entregó a Encarnación, diciéndole con voz baja:
El ceibo es fuerte, pero también hermoso. Como vos.
Ese era Rosas: un hombre que mezclaba la dureza del hierro con la delicadeza del romanticismo. Un caudillo que podía dictar órdenes implacables en el campo de batalla y, al mismo tiempo, guardar un pañuelo bordado por su hija como el más sagrado de los amuletos.
Capítulo I: El caudillo y la pasión
La ciudad de Buenos Aires, a comienzos de la década de 1830, vibraba con los rumores de las tertulias y el retumbar de cascos en las calles empedradas. El Río de la Plata traía brisas saladas que se mezclaban con el perfume de los jazmines en las casas de San Telmo.
En esas noches, cuando las damas lucían vestidos claros y los caballeros se disputaban la mirada de una mujer con un gesto, un brindis o un verso, había un nombre que no podía pronunciarse sin que los ojos se encendieran: Juan Manuel de Rosas.
Llegaba casi siempre vestido de negro, con la divisa punzó en el pecho. Su figura era austera, pero su presencia llenaba el salón. No era un hombre de palabras largas, y sin embargo, cada silencio suyo decía más que un discurso. Las mujeres lo observaban con una mezcla de temor y fascinación. Los hombres, en cambio, lo respetaban, aunque más de uno ardía en celos por la atención que despertaba.
Encarnación Ezcurra, su compañera inseparable, era consciente de esa atracción. Y lejos de sentirse opacada, encontraba en ello el reflejo del magnetismo del hombre que había elegido. Cuando Rosas la miraba, todo el salón se desvanecía. Eran ellos dos, solos, en medio del bullicio. Ella, con su firme carácter, lo empujaba siempre a más. Él, con la serenidad de un caudillo, la hacía sentir la única mujer del mundo.
Pero Rosas también sabía jugar el papel del seductor. En más de una tertulia se inclinaba hacia una dama joven y, con la galantería de la época, le ofrecía una flor o le dedicaba un cumplido apenas murmurando:
La Patria necesita bellezas como la suya, señora… porque sin ellas, no habría causa que valiera la pena defender.
Era un romanticismo a la criolla: mezcla de política, pasión y símbolo. Para Rosas, el amor y el poder caminaban juntos, como dos caballos que tiraban del mismo carro.
Y así, entre cintas punzó, valses improvisados y la mirada penetrante del Restaurador, comenzaba a tejerse la leyenda de un hombre que no solo gobernaba con la espada y la palabra, sino también con la fascinación y el misterio de los románticos de su tiempo..
Capítulo II: Encarnación, el fuego y el amparo
En la quinta de Palermo, cuando el ruido de la ciudad se apagaba y solo quedaba el canto lejano de algún gallo perdido en la madrugada, Rosas se despojaba de su uniforme. El hombre de la divisa punzó, el Restaurador de las Leyes, dejaba paso al Juan Manuel íntimo, aquel que solo conocía una mujer: Encarnación Ezcurra.
Ella lo esperaba con un pañuelo bordado en las manos y una mirada que ardía como un farol en la penumbra. No había miedo ni sometimiento en sus ojos: había fuerza, complicidad, desafío. Encarnación era su igual.
Te has pasado el día entero entre caballos y hombres armados le reprochaba suavemente
¿Y acaso te olvidás de que también tenés un corazón?
Rosas sonreía apenas, y en esa sonrisa se dibujaba el otro Rosas: el que guardaba cartas perfumadas, el que recordaba el aroma del jazmín en sus pagos, el que no dudaba en inclinarse para besar la frente de su compañera como si fuera un rito secreto.
Se querían con pasión, pero también con política. Encarnación lo alentaba en cada decisión, lo empujaba a afirmarse frente a unitarios y conspiradores. El amor entre ellos era más que sentimental: era un pacto de hierro, tejido con ternura y con sangre.
A veces, cuando la noche caía y el silencio lo cubría todo, Rosas le susurraba:
Encarnación, si alguna vez me caigo, serás vos quien me levante.
Ella lo miraba fijo y respondía:
Y si alguna vez te caés, caeremos juntos. Porque lo nuestro no lo quiebra ni la muerte.
Era un amor romántico en el sentido más profundo: pasión, destino y tragedia unidos en una sola llama.
Capítulo III: El seductor de la divisa punzó
Las tertulias de Buenos Aires eran un escenario donde se mezclaban política, música y susurros de amor. En los salones iluminados por candelabros, las damas lucían encajes franceses y los caballeros recitaban versos de Echeverría o improvisaban décimas criollas.
Cuando Rosas entraba, la conversación se detenía unos segundos. No era solo el Restaurador quien aparecía, sino un hombre cuya presencia dominaba el aire. Vestido con sobriedad, siempre con la divisa punzó, caminaba entre los invitados con el mismo aplomo con el que recorría la pampa a caballo.
Las mujeres lo observaban con una mezcla de curiosidad y deseo. Algunas lo temían por su fama de caudillo inflexible, pero más de una no podía apartar la vista de su porte altivo y de sus modales caballerescos. Rosas lo sabía, y jugaba con ese magnetismo.
En una ocasión, durante un baile en San Telmo, se acercó a una joven viuda de mirada tímida. Tomando una flor del ramo de la mesa, se la entregó con un gesto lento, casi ceremonial:
Dicen que el rojo es el color de la guerra le susurró con voz grave. Yo digo que es el color del corazón.
La dama enrojeció, mientras los demás invitados murmuraban. Rosas continuó como si nada, convidándola a un minué.
No era un conquistador vulgar; su seducción estaba en los gestos pequeños, en la intensidad de la mirada y en la seguridad de sus palabras. Para muchas, representaba el ideal romántico del hombre fuerte que, aun entre fusiles y decretos, sabía detenerse a contemplar la belleza de una mujer o el vuelo de una mariposa en el patio de su casa.
Esa dualidad el caudillo implacable y el galán romántico alimentaba la leyenda. Y en cada tertulia, mientras los músicos hacían sonar las guitarras, más de una dama regresaba a casa preguntándose si, tras esa mirada de acero, se escondía un corazón que ardía como los suyos.
Ariel Agustín Quiroz
Instituto de Investigaciones Históricas J M de Rosas del Pdo. de la Costa
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